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Viaje inconcluso

Una poética de la detención

[Presentación de Antiquariat, de Guillermo Riedemann]


Por Claudio Guerrero Valenzuela 


Antiquariat (Bogavantes, 2023), el último poemario de Guillermo Riedemann, otrora Esteban Navarro, termina con una dedicatoria que dice, en alemán: “Für Ronja und Birk”. Para Ronja y Birk. Quisiera partir por aquí. Por este enigmático paratexto. Por el final.

Busco en la web y llego a un libro de la sueca Astrid Lindgren, reconocida escritora del mundo de la literatura infantil y juvenil. Su libro Ronja, la hija del bandolero (1981) es una premiada historia, llevada al cine en su país en 1984, luego por el Studio Ghibli de Japón en 2014, a cargo de Goro Miyazaki, y este año 2024 como serie de televisión nuevamente en el país nórdico. Grosso modo, la novela cuenta la historia de una joven nacida en el seno de una banda de ladrones en los alrededores de una fortaleza medieval escandinava. Historia atemporal, Ronja vive y crece en medio de la naturaleza, y aprende que el bosque es a la vez un lugar mágico y peligroso. Veo unos episodios de la versión japonesa y quedo encantado con el mundo que brota de allí. “El bosque me llena de alegrías”, le dice Ronja a su amigo Birk, hijo de unos bandoleros rivales. La infancia y la naturaleza, la amistad y el juego, una vida libre, sin mayores ataduras, parecen ser el centro de esta historia que no alcanzo a revisar del todo.

Entonces me detengo un poco más en esto, porque no me parece menor. No tanto por atender al engañoso llamado de leer este libro de Riedemann desde ese lugar, sino porque veo en esa dedicatoria a dos personajes entrañables que advienen en esta poesía del mismo modo en que Jorge Teillier hacía acudir en su poesía a la literatura infantil y juvenil como fuente de conocimiento y sabiduría, como marco estético y como referencialidad a partir de la cual establecer conexiones con lo que podríamos denominar un ánimo de lectura, una predisposición a lo desconocido. La dedicatoria me recuerda, en particular, al modo en que Teillier inserta en su poema “Los dominios perdidos” el entrañable personaje adolescente de la novela de Alain Fournier, El gran Meaulnes (1913), cuando señalaba: “no hay casa, ni padres, ni amor: solo hay compañeros de juego”. Infancia y juventud, en efecto, y cierta soledad concentrada en ellos, son algunos de los tópicos que emergen de la lectura de Antiquariat. Leemos allí:


                                    No sueña el niño envejecer

                                   (…)

                                                           No puede oír

                                   las palabras del estero

                                   extraviadas en el bosque,

                                   como si ese follaje

                                   rasgara los tímpanos

                                   de quienes quieren

                                   escucharlo todo

 

No se trata, por cierto, del único tópico rescatable de este libro. La infancia es parte de un entramado que también podríamos denominar la estética de la huella: el retorno a un pasado, a otro tiempo, a través de poemas-estampas. Algo así como acuarelas que echan a andar un sintético trabajo visual y que se expresa en el formato de poemas de una sola página, títulos de una sola palabra, en una minimalista tendencia a la condensación que se expresa en un poema como “Enfant”, por ejemplo:

 

                                   Dice no recuerdo niñez

                                   en mi vida de niño

 

                                   Cantar solo cuando

                                   todos guardan silencio

 

                                   Permanecer inmóvil y mudo

                                   cuando todos bailan

 

                                   Despertar a deshora y llorar

                                   frente a la pequeña ventana

 

                                   Recuerdos de niñez no son               

                                   recuerdos de un niño

 

Ambos poemas me parecen significativos para pensar algo así como lo impropio de la infancia: su constitución ficcional a partir del recuerdo, su existencia como ruina, su necesaria atención a partir de lo que León Tolstoi denominó en Infancia (1851), su novela autobiográfica, un inapropiado objeto de pérdida. Sí, el desajustado objeto de la melancolía que no puede sino echar de menos aquello que jamás ha existido. Por eso, con Riedemann, los recuerdos de niñez no son los recuerdos de un niño. Son los vestigios del adulto que, descentrado o “fuera de foco”, como escribiera Ricardo Herrera en el prólogo a la antología Después es siempre antes (2021), fija su atención en ese pozo de la memoria con exagerada atención, quizás demasiado consciente de que el retorno al pasado es una calle de sentido único y, a veces, un callejón sin salida. Puesto que en tanto niño este no puede envejecer ni recordar, la infancia vendría a ser a los ojos del sujeto ya encanecido un lugar imposible, un tiempo dislocado que es puro presente y que se encuentra allá al fondo, perdido en el tiempo. La voz francesa del título del poema, además, recuerda la famosa expresión enfant terrible, niño rebelde, niño transgresor y brillante, tan usada en la cultura francesa para aludir, también, a la idea de genio. Algo que viene a recalcar este poema: la infancia como un lugar inasible, indomesticable, imposible de atenazar.

Es tal vez por todo lo anterior que un poema como “Antiquariat”, que da título al libro, resulte otra de las posibles claves de lectura. Se trata de una voz alemana para referirse a una tienda de antigüedades. El poema, dedicado a un anticuario de Múnich, Rainer Köbelin, dice así:


                                   El padre abría camino,

                                   siempre dijo no sé qué es poesía

                                   pero sé reconocer un poema

 

                                   Antes de la guerra

                                   buscó refugio tras la frontera,

                                   cuando pudo regresar

                                   su esposa había partido

 

                                   Pasaba días y noches

                                   entre fotografías y libros,

                                   eso fue hace tiempo

 

                                   Ahora el hijo liquida

                                   por necesidad,

                                   para disolver a su padre,

                                   para deshacerse en la niebla

 

El poema remite tanto al coleccionismo como a la familiaridad del negocio que se traspasa de padre a hijo, pero que este ya no puede sostener. Pero también y esto es lo que quisiera recalcar, lo que creo entender el poema remite a una forma de concebir la escritura poética que recuerda a las Cartas a un joven poeta (1929) de Rainer María Rilke: la poesía como un trabajo de recolección de fragmentos, la poesía como una forma de condensar el tiempo, de recuperarlo. Un trabajo con el pasado y el presente, la poesía como una forma de recordar y olvidar, a retazos. La poesía como forma de vida que “abre camino” para la necesaria búsqueda de una voz propia, incluso para la obligatoria e imperiosa acción de matar a todo padre, de modo de poder sostener una trayectoria despojada de toda amarra. La poesía como paso de infancia. Como el puente que habrá de conectar el porvenir con el pozo de la antigüedad de cada día. En ese sentido, la figura del encabalgamiento, recurrente en la escritura de Riedemann, es tal vez una respuesta a ese transitar de la imagen, de un verso a otro, de un poema a otro, de un tiempo a otro. Una figura que permitiría hacer de vuelta el camino de las ruinas de la postdictadura, el nuevo régimen construido a partir de antiguas lápidas, que cierra la memoria y estrecha la visión de futuro, y que asoma a lo largo de toda la obra de Riedemann. A contrapelo, el niño y el anciano se juntan en el arco de la temporalidad y revuelven el tiempo actual, proponiendo un nuevo horizonte, una nueva marcha, un nuevo andar.

Riedemann formula en su última entrega, al igual que en toda su producción, una poética de la detención. Deslumbrarse en el hallazgo. Vivir en la emoción. Parar el ritmo frenético del presente, matar ese otro tiempo insostenible del horizonte actual para sostener otro tiempo, otra mirada, otro lenguaje. Uno que conduzca al tiempo interior. Para también perder el tiempo. Ese único y verdadero, sobre el cual es posible erigir lo que René Menard denominó la experiencia poética: “la poesía exige implícitamente una atención, un esfuerzo, un sacrificio indefinidamente renovados. Nuestra condición en el mundo es tener que luchar siempre para adquirir, y sobre todo conservar, aquello que la especifica. La apertura a la experiencia poética obedece a esta ley profunda”. Como mandatados por la forma de legislar de la poesía, desde Shelley y Whitman en adelante, como lectores de la poesía de Riedemann nos quedamos con esa inscripción en la lengua que nos obliga a la dilación, a la sobrevida y también al escepticismo como posibilidad de atender al presente como “discurso desmitificador”, como señalara David Bustos en el postfacio a la reedición de Para matar este tiempo (2018, primera edición de 1983). En otras palabras, como camino de huida hacia una potencia, aquello que Teillier denominó la nostalgia del futuro, lo que debiera sucedernos, como alternativa a la nefasta actualidad, como confrontación al ruinoso lar del presente.

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