Por Rodrigo Pérez Lisicic
Mg. Argumentación Jurídica, Univ. de León
Mg. en Derechos Fundamentales, Univ. Carlos III de Madrid
Texto leído el martes 10 de diciembre en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Atacama, Copiapó.
Buenos días, querido amigo Planck, aquí me tienes frente a la audiencia para hablar de ti, de esa voz que narra momentos desconocidos para mí acerca de ti. Son tus Memorias de un exiliado (Bajo la lluvia ediciones, 2024), presentadas y lanzadas nada más y nada menos que en el 76º Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un marco perfecto para hablar de los grandes valores que buscan en la vida la felicidad de los seres humanos. Un marco preciso para enseñar, no sólo a esta bella audiencia, sino al planeta entero, que en tu relato calmo, reflexivo y sincero de lo que viviste junto a tu familia, jamás anidó en tu espíritu rencor u odio alguno contra nadie, pese a haber vivido la angustia del destierro, la amargura del despojo o la aterradora sensación de perder las raíces una y otra vez. La belleza que aparece en la lectura de tu libro es el agradecimiento del cariño que recibieron tú y tu familia en el Perú de esa mujer que, al servicio de dios, estuvo, en realidad, dedicada al cuidado de ustedes, la madre Irene. Te cito: “Tengo en mis recuerdos su forma de vestir, humilde y sencilla, reflejando su compromiso con la labor humanitaria y su conexión con los valores espirituales”.
Tus memorias son las fotos de ese padre saltando feliz y sonriente junto a ti y tus hermanos Bruno e Igor, pero que poco tiempo antes estuvo cinco meses visitando contra su voluntad el horror en el Estadio Nacional.
Sostuvo Hannah Arendt que “los acontecimientos, del pasado y del presente, son los verdaderos, los únicos maestros confiables del politólogo (…) Una vez que un gran acontecimiento ha sucedido, es necesario examinar de nuevo cada política, teoría y predicción de las potencialidades futuras”.
Esta gran filósofa del siglo XX da en el centro de la diana de lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos ha sido hasta hoy para el mundo, instando a los investigadores a perseverar en el análisis de que cada hecho nuevo responda a una política y a una teoría que nos permita predecir las eventuales conductas de la sociedad en el futuro. Por esa razón, tus memorias son importantes, porque en ese catálogo de treinta artículos anida el deber de pensar y de recordar —como lo sostuvo 2.500 años atrás el propio Platón— que a través del recuerdo o la reminiscencia es posible llegar al Ser de las cosas ubicadas en ese lejano topus uranus donde habitan el mundo de las esencias y de las ideas. Planck, tú has sido ese hombre o mujer que desde el interior de la caverna decidió romper sus cadenas y transformar las imágenes proyectadas hacia el fondo por la luz del mundo exterior en las cosas reales que difícilmente se perciben cuando nuestras pupilas están encandiladas por tanta luz, que acabamos curiosamente cegados por ella misma.
Tus memorias son el relato pausadamente construido a partir de una experiencia traumática y repleta de estrés, que dan cuenta de la reconstrucción de lo que en algún momento amenazó con la pérdida de tu propia identidad; relatos que comunican la dificultad de adaptarte a los cambios; asimismo, tiene tu libro un valor universal, ya que recordar lo vivido cuando eras niño deja entrever la experiencia de la nostalgia, de la culpa que cargaste, quizás hasta hace poco tiempo, pero lograste comprender que no fue tuya, ni la de tus hermanos y, menos aún, culpa de tus padres. El exilio te cambia la perspectiva y la visión del mundo y decides por ello abrazarte a ti mismo y a tu familia, que te acompañó en la resiliencia y en la fortaleza que te permitieron desarrollar otras habilidades con las que sortear los obstáculos que curiosamente anidan en nuestro interior.
Por esto cito a Giovanni Sartori cuando indica que la democracia existe sólo en tanto sus ideales y valores la hagan existir. Y eso es lo que has hecho, escribir estas memorias basadas en valores universales que percibiste en cada ser humano que lograste conocer y comprender, como tus amigos rumanos Tiberio y Costina de la Escuela General Nº 157 de Bucarest o tus amigas chilenas Marcela Vera y Margarita San Martín que hoy residen en Suecia y que te expresaron las razones por las que no deseaban regresar a Chile. O cuando con fundamentos prácticos y morales ensalzas la actitud del Presidente peruano Juan Velasco Alvarado, que decidió abrir sus puertas a muchos exiliados y expatriados de Chile sin ser un líder político comunista. A la vez, tu juicio comprensivo acerca de un Nicolae Ceaușescu que trabajó por una Rumania conectada de la mejor manera posible con el resto del mundo y que viaja a los Estados Unidos y a Francia para abrir relaciones comerciales que mejoraran la calidad de vida de sus habitantes, no te confundió cuando te expresas con sentido crítico frente a las razones por las cuales ese mismo líder carismático acaba denostado y asesinado por su propio pueblo.
Mientras leía estos pasajes de tu libro, yo pensaba que habrías sido el mejor discípulo de Hannah Arendt, una pensadora que estuvo en cada uno de los juicios de Nuremberg, conociendo los perfiles de los líderes nazis arrestados y ajusticiados después del término de la Segunda Guerra Mundial, y que le valió el repudio de sus propias colectividades judías, porque sostuvo la idea de que doctrinas como el nazismo pueden desarrollarse en cualquier ser humano considerado como buen padre, buena pareja o un gran amigo. Por eso tu libro debería estar disponible en las librerías para que los lectores aprendan de tus experiencias de la vida y que comprendan que entre los fines u objetivos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se encuentra el derecho de las personas a desarrollar libremente su personalidad y su propia dignidad.