[Sobre Reunidos al fin del mundo, Editorial Bogavantes]
Por Luis Riffo
Creo que ya sabemos que los poetas no bajaron del Olimpo, siempre estuvieron aquí, entre nosotros, mordiendo un hueso duro de roer, como un diamante, una ágata o un pedazo de carbón piedra que se frota para conseguir algo de luz y calor. Roedor o rumiante, el poeta mastica las palabras mientras el mundo acontece ante sus ojos como un sueño, como sombras platónicas, como un fogón cerca de los cerezos donde cuesta imaginarse la vida, como dice Juan Carlos en el primer poema de este libro y que le dedica a su madre.
Juan Carlos Reyes (este poeta que vive entre nosotros aunque haya decidido como Fray Luis de Léon alejarse del mundanal ruido para vivir entre Radal y el Camino Huichahue, en las cercanías de Temuco) recoge sus experiencias vitales en ese sur donde reúne a sus seres queridos, a sus amigos, a sus vecinos, a su familia, personajes entrañables que el poeta rescata de las garras del olvido, no como distante cronista, sino como un viajero melancólico que se deja llevar por el mismo impulso poético que ha dado vida a versos como “Juro que no recuerdo ni su nombre, mas moriré llamándola María” del Nicanor Parra de Poemas y antipoemas o “Dónde estará la Guillermina”, que escribiría poco después Neruda en su Estravagario.
Por esa ruta creo que se encamina el tercer libro de este poeta quitado de bulla que, lejos de las pretensiones del ingenio y el experimento, prefiere poner en diálogo las experiencias vitales de dos sures tan distintos: el sur de los territorios de La Frontera que persisten en el imaginario del poeta como una aldea amable donde conviven los seres amados, la madre, el padre, la abuela, los amigos que se han ido y los que permanecen, y el otro sur del primer mundo, cosmopolita, que el poeta coloniza con la fuerza de un cariño que domestica y apropia el espacio ancho y ajeno de Australia.
Lo que subsiste más allá de las anécdotas o los pequeños episodios cotidianos que los poemas de este libro atesoran como instantes encapsulados en ese simulacro de eternidad que las palabras inventan sobre la página, es el intenso ejercicio de memoria íntima que traspasa los límites de lo personal, porque despiertan en el lector esa nostalgia de la que estamos hechos y que crece a medida que el tiempo se acumula. Hallamos aquí el clásico tópico del ubi sunt, por supuesto, que lamenta las pérdidas que ha dejado la muerte, pero que al contrario del imaginario medieval no considera la vida como un tránsito hacia una dimensión superior, porque lo que le importa es el rescate de esa humanidad fundamental que el poeta parece necesitar para que ese instante que ha desaparecido y esas personas que ya no están sigan presentes en la experiencia de la lectura. La escritura de Juan Carlos dibuja el dolor del recuerdo con la misma tinta, con la profunda simplicidad de un lenguaje cotidiano, que traza también el remedio de la ternura.
Este libro hace resonar en nosotros los vestigios de humanidad que parecen desvanecerse en medio de las ruinas de nuestra historia, que siempre amenaza con un final desastroso. Juan Carlos reconoce los signos de la infamia y tal vez por eso deposita en los espacios de su infancia, de su juventud, de sus migraciones y regresos, un sustrato no solo de nostalgia sino de una esperanza que permita hacer soportable nuestra estadía en el fin del mundo, que es el lugar y el tiempo que nos ha tocado y en el que debemos aprender a vivir.
Selección de poemas
Memorias
Algún día
seremos fotografiados
frente a viejos roperos
en revistas antiguas
entre recuerdos desgarrados.
Tomarás mi mano
y estaremos viejos,
temblando.
Yo te recordaré
que siempre encontré extraño
sostenerse en dos pies
en una ciudad de sol y frío,
en otoño,
mirando muchedumbres,
viejas maquinarias
que desovan óxidos
en una calle de nostalgias
buscando al lobo libre que fuimos.
Al fin del mundo
Al fin del mundo
sin mirarte al espejo
quédate como eres
pedazo de árbol o tierra.
No vayas otra vez,
Homero,
a vagabundear
por el mundo
en la espuma de las islas
con sus promesas infinitas.
Quédate reparando bicicletas
en el fin del mundo
salpicado
de los últimos soles
que arriban
al tráfico de días
silenciosos, verdaderos.
Quédate silbando
como en el fin del mundo
mirándote en los bosques
y escucha el arroyo
de aguas meridionales.
Mi abuela
Mi abuela rezaba en las noches
con su pelo destrenzado en el borde de la cama,
una vela encendida
llenaba de sombras
aquellas paredes de tablas
aún con rostro de árboles.
Algo murmuraba entre los reflejos del bronce
de su lecho antiguo.
La luna llena
entraba a nuestros cuartos
tras la cortina de flores rojas y azules.
La escuchábamos protegernos desde abajo,
arrodillada rezaba por nosotros,
por todos nosotros,
con su pelo suelto a la cintura,
las venerables canas
por donde subía la savia
y un candelabro plateado en sus manos.
Jugábamos ajedrez
In memoriam Mauricio Torcuato Pereira
Quiero volver a ese invierno
bajo la lluvia
de calle Pérez Rosales
arriba de la sastrería
del padrastro de Pedro Espinoza.
No sé con quién jugarás ajedrez
en este invierno
pero sé que allí permaneces
largo en la memoria
de mi barba encanecida.
Los perros aúllan
cuando te cruzan relámpagos
y la lluvia es una bota de goma
volcada de agua
sobre escritorios
de directivos difuntos
en la universidad de tu vida
allá en Valdivia.
Se salvaron aquellos
evangélicos
de la furia de tu bólido
y ya está anciano
el obrero que te esperaba
para pelear
con una chuica en la mano
a deslumbrar a la novia forestal
los sábados de entonces.
Llueve incesantemente
en calle Picarte
mientras jugamos ajedrez
tú blancas
yo negras.
Sol en invierno
Asoma un sol de invierno en el bosque,
no retrocede el verano ni la sangre,
aureola en el territorio de la nada.
No sé de mis infancias en lo oscuro
ni de las ciudades que me tocaron.
Familiares míos son las iglesias,
los correos, las cárceles, los hospitales,
las plazas, el lugar del nicho final
en la palabra te amo.
Asoma un sol de invierno
en un bosque donde mi cuerpo envejece.
Niño sirio
Voy a contarle todo a Dios,
dijo antes de morir.
Fotos de modelos
Tan tristes sus rostros de balada
y abajo un cuerpo
de frutas urgentes
pero tan tristes.
Será que nos enamoramos
de la tristeza
o la tristeza se parece al deseo.
Y en la tarde las obreras
se apresuran a regresar
al hogar sin maquillaje.
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