Por Viaje inconcluso
(Fotografía de Macarena Reyes)
Guillermo Riedemann (Reumén, 1956). Poeta y psicólogo, conocido también como Esteban Navarro, seudónimo que adopta desde 1975 y con el cual firma la primera edición de Para matar este tiempo, en 1983, además de otros cuatro títulos: Poemas desde Chile (1981), Mal de ojo (1991), La manzana de oro (1993) y Salto al vacío (1998). Como Guillermo Riedemann es autor de Hombre muerto (2007), Calle de un solo sentido (2013), Perdigones (2016), una segunda edición aumentada de Para matar este tiempo (2018) y De la vida cotidiana (2019).
Guillermo Riedemann ha construido una de las obras más sólidas de su generación, cuyo desarrollo está ligado a editoriales independientes, en muchos casos con escasa circulación, circunstancia que no ha dificultado el conocimiento y reconocimiento de su trabajo. Próxima a salir su antología Después es siempre antes, publicada por Bogavantes, Guillermo conversa con nosotros sobre la palabra como territorio y desplazamiento, sus relaciones con Esteban Navarro, la nostalgia y la infancia como fuentes inagotables del quehacer literario o la importancia del cine y la música en su formación intelectual.
—Todos de algún modo somos migrantes, nos hemos cambiado de ciudad o de barrio y, en tu caso, dejaste el sur para irte a Santiago. ¿Cómo ha influido en tu poesía este desplazamiento? ¿Has echado raíces o tiende a persistir el desarraigo?
—Fíjate que el sur, así como lo que llamas desplazamiento, lo que llamamos el barrio, la ciudad, lo que solemos significar con las raíces, todo eso y todo lo demás, arraiga en la palabra. Y ya sabemos que la poesía arraiga en la palabra o no hay poesía, o hay otra cosa pero no poesía.
Ahora, en estos tiempos de deterioro cultural y social, de degradación política y económica tan extendida, parece necesario decir, como si fuese un fenómeno nuevo: —Oiga, los humanos somos migrantes, el ser humano, la especie, se constituye o se instala en el planeta y evoluciona en la migración, con la migración, buscando lugares menos inhóspitos, más propicios para la vida humana, y escapando de otros sitios por necesidades de alimentación, de abrigo, de vivienda. Así ha sido a través de miles de años. Desde luego numerosas especies migran constantemente, los motivos son los mismos. En la actualidad lo que ocurre es que a millones de seres humanos se les dice —tú aquí no. No se les recibe, se les rechaza o expulsa o encarcela, o directamente se les deja morir, se les provoca la muerte directa o indirectamente. Y quienes hacen todo esto son también seres humanos. Así están las cosas.
Otro acercamiento que me interesa es el que se vincula con la infancia, porque dónde podemos hallar más arraigo de la memoria, de la emoción, de los gestos y las palabras que nos hace ir siendo quienes vamos siendo si no es en la infancia. Allí el arraigo, las raíces, el origen de la palabra. Y a partir de aquí podemos preguntarnos: ¿se escribe para arraigar o se escribe para migrar? Cualquiera sea la respuesta no será sencillo ni fácil conseguirlo, construirlo, identificarlo.
Mira tú a Celan y su lengua devastada, su palabra enferma, destruida, fuera de quicio; perturbados los significantes y los significantes de los significantes. Allí no puede arraigar la poesía, porque ¿cuáles son las palabras para decir aquello que es imposible decir? Y se ahoga en el Sena, desarraigado, sin raíces.
Sin embargo, desplazamiento y viaje serán siempre movimientos de especial influencia en la palabra, en su articulación y arquitectura. La migración para escapar del horror, para sobrevivir y revivir, deja sus huellas en el lenguaje. ¿De qué modo sucede aquella influencia, cómo podemos identificar las huellas? Tal vez observando la silueta o el brote de una nueva raíz, tal vez leyendo si acaso en la palabra ha arraigado algo que pueda ser llamado poesía.
—¿Cuál es la relación entre Esteban Navarro y Guillermo Riedemann: son gemelos, heterónimos, cómplices? Porque si bien ahora firmas como Guillermo Riedemann, da la impresión de que Esteban Navarro se niega a desaparecer.
—No lo sé, no lo sé, cómo podría yo llegar a saberlo. Hasta hoy no ha desaparecido; en los setentas y ochentas tal vez se salvó por un pelo. Te faltó preguntar si somos siameses; quién sabe. Yo creo que alguna clave podríamos encontrar en Labranza, mucho antes que se radicara allí Ricardo Herrera Alarcón.
La historia es más o menos como sigue: Navarro tiene un amigo que se llama Guido Eytel, y Guido es compadre del poeta popular oriundo de Labranza llamado Samuel Fontana. Resulta que un día, allá por los años ochentas, Guido presentó a Navarro al poeta Samuel Fontana. Por lo que he escuchado, Fontana palabreó a Navarro por años; que se fuera, que dejara Santiago, que era mejor pasar la tarde bajo un árbol, que el viento y el invierno, que el ocio y el horizonte; además de vivir más tranquilo, alejado de los semáforos en rojo y de las inauguraciones. Fontana no era muy convincente, tal vez no se la creía ni él, pero terminó por convencer a Navarro y a fines de los noventas dejó la capital y se radicó en Labranza.
Tal vez ya era necesario que se estableciera Navarro, que sentara cabeza, que mirara las nubes, no sé. Desde entonces, noticias suyas hay pocas.
Y también, respecto a tu pregunta, puede que simplemente se trate de tonos, que de eso se trate. De vez en cuando me llegan por correo postal papeles con textos firmados por Navarro. No hay más relación, no hay parentesco ni fingimiento ninguno.
—En tu poesía, en general, vemos una melancolía anclada en la memoria de tus amigos muertos o desaparecidos y una profunda furia contra los abusos de poder (los anteriores y los actuales), ¿cómo concilias las tensiones de tu propia experiencia con el imperativo de dejar un testimonio que es poético e histórico al mismo tiempo?
—Mis amigos y amigas muertos y desaparecidos no están muertos, no nos han matado a quienes amamos; la barbarie sigue creyendo que pueden exterminar eso que temen y desprecian matando a quienes odian. Yo creo que ellos mismos saben que no lo consiguen y por eso lo siguen haciendo. Entonces, lo que sucede es que allí está también el arraigo, la raíz, en esa melancolía. Podemos llamarla también tensión, experiencia propia, no obstante no signifique ni imponga imperativos. Lo que pasa es que, como ya dije, o la poesía arraiga en esa palabra, en esas palabras que habitamos en un lugar y un tiempo específicos, y vivimos entonces y conocemos la condición humana y su crueldad, las posibilidades de redención y de solidaridad, o no hay poesía.
Melancolía, sí, y furia. Ruido y furia, ojalá para lograr decirle algo a alguien. La melancolía, esa sombra de la sombra de lo perdido, es también el humor habitual de quien mira, de quien escucha y observa el parecido de un atardecer y de una ausencia.
Escribimos en la melancolía, en la nostalgia y el recuerdo de personas, lugares, momentos, hechos; desde la nostalgia de esos lugares y personas, o en la memoria de cierta alegría experimentada allí, de cierto padecimiento vivido allí, en esos lugares. Escribimos en la melancolía de no encontrar, ni menos recuperar, aquella alegría, y en el fracaso de no borrar toda huella de padecimiento. Escribimos allí, desde allí, y también escribimos en la conciencia o en la lucidez que convive con la ausencia y con aquello perdido; aquello inencontrable, eso que tal vez nunca fue real, a través de palabras como si en las palabras se dejara ver, o pueda dejarse ver algo. Pero, quién se atrevería a ser tan ridículo o pretencioso. Mejor pensar en lo que nos recomendó Czeslaw Milosz: mantenernos libres de tristeza y de indiferencia. Yo agrego, libres de pretensión.
—Sabemos que te incomoda o molesta la denominación de poesía política con respecto a tu obra, ¿cómo la definirías, qué otros poetas consideras que siguen una ruta semejante a la tuya?
—Ni me incomoda ni me molesta; tampoco sé quién (o quiénes) hacen esa denominación. Además, debemos preguntarnos qué es poesía política, qué queremos decir, a qué nos referimos con esa denominación. ¿A la poesía de contenido ciudadano, civil, denunciante, rebelde, que expresa el padecimiento de un pueblo, de personas que conocemos, que pone en palabras algo de la épica de un pueblo que resiste el horror de la guerra, de la persecución, del crimen, de la opresión, en cualquier época y en todas las épocas? O, tal vez, ¿nos referimos a la poesía que hace política, que tiene metas políticas, de poder, de beneficio personal, por encima del bien y del mal? De esta última conocemos diversos ejemplos, en el mundo y en Chile.
En cualquier caso, toda poesía es política en tanto obra de un ciudadano. Se dicen tantas cosas, y cada día es peor. ¿Debiéramos decir ahora que todo poema es un emergente neoliberal en tanto es escrito por un ciudadano que habita un orden social, cultural, económico y político que reproduce sujetos profundamente individualistas, ambiciosos y egoístas? De esto no hablamos, tal vez porque abre las compuertas de algo medio pavoroso. Autores que intentan articular algunas palabras con las mejores intenciones, aunque lo que desean es la figuración, la consagración al centro de una lujosa vidriera o en la pantalla de la degradación, o en la portada del diario del Poder. Bueno, esto ocurrió ya hace 40 años, comenzó hace rato, en medio de cadáveres y muñones y salas de tortura y ratas y fosas y helicópteros lanzando cuerpos y fundando grandes nuevos negocios. No olvidar.
El poeta oficial (los poetas oficiales) de un país nace de ese modo, beatificado por los enviados de Dios y del Poder, para transitar por el laberinto de la impudicia, derechito al cielo y a las palabras sagradas. Siempre fue así, hace treinta siglos y hace 30 años. Pero, también, debiéramos saber hace tiempo que entre el poeta y el Poder la lucha es a muerte. Cuando el poeta es declarado triunfador lo que ha sucedido es que el poeta ha pasado a ser parte del Poder, ha sido capturado por el Poder y ha comenzado a servirle.
Sin embargo, ya sabemos, o deberíamos, Fucick, Hikmet, Heraud; poesía latina contra el poder, poesía ciudadana, poesía de la resistencia contra los horrores, poesía civil, panfletos que encienden la revolución francesa o condenan al poeta a Siberia y a la muerte, o el poeta Roque Dalton asesinado por sus propios camaradas guerrilleros, y Leonel Rugama gritando “que se rinda tu madre”, a los veinte años, mientras escribe el poema “La tierra es un satélite de la luna”.
A continuación, ¿qué es el horror, qué es la crueldad humanos? Qué bien nos haría preguntárselo a Antelme, a Levi, a Semprún. Pero podemos leerlos. Releerlos. Además, si no somos políticos no somos nada. Hay que leer de nuevo a los latinos, a Catulo y Marcial; a Quevedo y a Maiakovski; a Sachs y a Bachmann, a Doris Lessing, a Gómez Rojas y a Héctor Barreto. ¿Cómo tanta negación o descuido? Obliteración dicen ahora, ignorancia es mejor, de esta se puede salir, de lo demás no. Mira, hay que leer, o releer, a Shelley, el poeta más querido por los anarquistas europeos, hay que leer a Heine, el poeta preferido de Marx.
Además, aquellos que dicen lo que dicen, no leen, o leen poco, y no saben que Esteban Navarro no soy yo. Todo lo contrario.
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, nuestras palabras no se escuchan a diez pasos. La más breve de las conversaciones gravita, quejosa, al montañés del Kremlin. Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos, y sus palabras como pesados martillos, certeras. Sus bigotes de cucaracha parecen reír y relumbran las cañas de sus botas. Entre una chusma de caciques de cuello extrafino él juega con los favores de estas casi personas. Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora; sólo él campea tonante y los tutea. Como herraduras forja un decreto tras otro: A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero
en la ceja, al cuarto en el ojo. Toda ejecución es para él un festejo que alegra su amplio pecho de oseta.
(Mandelstam, epigrama a J. Stalin)
—¿Por qué crees que los poetas beben tanto? ¿O a esta altura es un mito y los poetas son ejemplares, sobrios y aburridos funcionarios de cuello y corbata?
—¿De dónde sacaron que los poetas beben tanto? Es un mito, un mito malo, sí, pero no más que eso. Conozco poetas que no beben nada, que dejaron de beber hace más de quince años y se toman una agüita, un café, a lo más una limonada, y caminan en línea recta por la calle, no como decía Raúl Ruiz, esa conducta del chileno de caminar como curaos, por calles y potreros. Pienso que Ruiz, un tipo genial que bebía su primera copa de vino tinto exactamente a las 12 del mediodía, tiene razón porque quienes bebemos tanto somos los chilenos y las chilenas. Somos un país de gente borracha y, lamentablemente, no todos escriben poesía, o buena poesía, aunque por lo que estoy viendo ahora último, parece que se hace realidad eso de que levantas una piedra y sale un poeta. Borracho, claro.
Pessoa decía “el poeta es un fingidor”; en nuestro caso debemos decir “el poeta es un emprendedor”. Y esto da mucha sed. Seamos serios y reconozcamos que en Chile son cada día menos las personas sobrias. Somos hipócritas y enfermos del hígado.
—¿De qué debe huir un poeta hoy en día? ¿A qué debería aferrarse?
En primer lugar, huir de la pretensión de ser poeta; poetas ha habido tres o cuatro, si quieres seis; los demás, las demás, meros aprendices, postulantes, imitantes y, sobre todo, impostores. Pero está bien, de qué se trata la vida personal sino de aprender, imitar, postular. Postular no sé a qué, pero postular. Confiemos en que no es imposible llegar a juntar un día unas pocas palabras que iluminen la oscura caverna o la brillante ciudad del futuro.
Luego, sobre todo, huir de las portadas, de las pantallas, de la cofradía, del club, de la Embajada, del Ministerio, de la vanidosa vanidad. Aunque en realidad debemos entender que ya es innecesario que el poeta huya, porque hace rato que son los lectores y los ministros, los candidatos y los presidentes quienes citan poemas y luego huyen de los poetas. Salvo que les sirvan para algo, como me dijo una vez Jorge Teillier; claro, que les sirvan como funcionarios, aduladores o algo por el estilo. Bueno, y huir, huir a perderse, del Poder. El poeta debe estar a miles de kilómetros de distancia del Poder.
¿Si deberían aferrarse a algo? No, a nada; deberían soltarse. Eso sí.
—Sabemos que eres fanático del cine y la música. Cuéntanos cómo influyen estas dos manifestaciones artísticas en tu quehacer literario.
—Veo cine desde la infancia, iba al cine a solas desde los siete u ocho años. ¿Por qué lo comencé a hacer tan temprano y lo seguí haciendo? Bueno, lo primero es que mi padre, escaso de monedas, pareció comprender o hizo como que comprendía aquella obsesión mía y, ante mi insistencia, me pasaba un billete para la entrada. Después de unos años, entraba a películas para mayores poniendo cara de joven serio, frunciendo el ceño, a veces me pedían el carnet y hasta ahí llegaba la aventura, pero generalmente entraba.
El cine como lugar, la sala de cine, especialmente en aquellos años, era un lugar sagrado, un lugar fuera de la realidad —realidad que siempre se encarga de resultarnos agobiante, aun en la infancia, o tal vez sobre todo en la infancia—, un espacio que es también un no lugar. Con el tiempo vas aprendiendo, vas diferenciando entre directores y actores, entiendes qué es un guión, cómo se cuenta lo que se cuenta, por qué a veces te impacta más o te resulta aburrido. Las películas son muchas, pocas son las verdaderamente buenas, las que le dan sentido a eso de ser el séptimo arte.
Para mí, en diversos sentidos, puede ser perfectamente el primer arte. Por lo menos en este sentido: una buena película reúne todas las expresiones del arte; la dramaturgia y el teatro, la actuación, la música, el baile, la poesía en tanto creación y constelaciones de aquello que conocemos como lo no dicho, lo no dicho explícitamente; también por supuesto la fotografía, la plástica, en fin, el arte puesto en una pantalla. Una imagen, una escena, un encuadre, un gesto, una frase, pueden ser todo. En las buenas películas cada elemento tiene un sentido, significa algo, quiere comunicar algo. Nada está allí de más. Entonces, el cine puede ser tremendamente estimulante, revelador, puede mostrarnos y decirnos eso que ya sabemos o conocemos como si fuera la primera vez que lo vemos. ¿Y qué es esto sino Poesía?
Y bien, las claves principales de la música son el ritmo, la melodía y la armonía. En la lírica es lo mismo, en la poesía es lo mismo. Notas en el pentagrama y sonidos en los instrumentos y en las voces; palabras, “palabras para ocultar lo único verdadero, que respiramos y dejamos de respirar”. Otro asunto es si podemos llevar el ritmo, alterarlo o proponer uno distinto o nuevo; si repetimos una vieja melodía o tenemos la fortuna de agregar una nueva, aunque sea una; si todo lo anterior alcanza y muestra armonía, si se le acerca por lo menos.
Así que, Rachmaninov, Parker y todo el jazz, Mozart, el Blues, Sibelius, el Rock y el Bolero, Haydn, y Beethoven y Sabina…
—Sin que necesariamente responda el psicólogo que eres: ¿somos lo que soñamos? ¿Debería la poesía, como alguna vez señaló Millán, ayudarnos a superar esta pesadilla en que, a veces, se transforma la existencia?
—¿Y si soñamos lo que somos? A los 14 años, en el Liceo 1 de Temuco, solía pasar los recreos en la pequeña biblioteca del establecimiento. Especialmente los días de lluvia o de mucho frío; o sea, casi todos los días. Entonces miraba, preguntaba a la bibliotecaria, de quien tengo un hermoso recuerdo de dulzura y amabilidad. Ella me presentó a Bertrand Russell, por ejemplo, a Miguel Hernández, a Melville; allí leí por primera vez algo sobre psicoanálisis. Después entré a la Universidad Austral en 1973 y me expulsaron en octubre; luego me vine a Santiago, ingresé a la Universidad de Chile y me expulsaron en 1980. Por fin pude estudiar Psicología y titularme ya grandecito, y creo que para aprovechar el estudio y el aprendizaje del psicoanálisis, fue mejor así. Por supuesto, aún soy un aprendiz. De modo que, por necesidad o no, si hablamos de sueños hablaremos de esa representación, de esa formación de lo inconsciente que emerge mientras dormimos. De hecho, porque soñamos podemos dormir. Tal vez mientras más soñemos mejor dormiremos, siempre y cuando nos demos un tiempo para analizar y comprender eso que llamamos “sueño”.
Ahora, entonces, ¿de qué sueño, de qué sueños, o de cuál pesadilla hablamos? ¿De los de un sujeto en particular? ¿De los sueños de Hölderlin? ¿De los de Jonás? ¿De los del Capitán Ahab? ¿De los de un poeta luminoso como Gonzalo Millán? ¿De los sueños de dos poetas notables de Carahue, Sonia Huentemil y Dévora Concha?
Dioses o mendigos, para terminar recluidos, confinados en una torre y declarados locos; ¿quién hubiera escrito Hiperión si no? ¿Los de Jonás? Los sueños de Ahab mientras recuerda a Jonás, antes de ser devorados o tragados por la ballena (ahora digamos, Leviatán), los sueños al interior de la ballena (digamos ahora, del Poder); los sueños que se sueñan una vez devueltos por la ballena (digamos, una vez liberados).
Tal vez lo más poderoso del arte, y de la poesía en particular, es esa cualidad única, esa posibilidad que constituye un pequeño sendero de salida para el ser humano, una posibilidad de expansión de luz o de conciencia o de lucidez, tal vez de aire, solo de aire, de viento en la cara, lo que sería suficiente. La Poesía modifica la realidad, corrige, y hace menos insoportable la pesadilla, el apremio de la vida.
Sin embargo, la existencia es otra cosa, no es lo mismo que la vida individual, personal. Y en cualquier caso, me quedo con los sueños de Sonia Huentemil y Dévora Concha.