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Daniela Pinto y un cuento con olor a mar

  • Viaje inconcluso
  • 16 ago 2021
  • 10 Min. de lectura

Daniela Pinto Meza (1985). Licenciada de Filosofía por la Universidad de Santiago de Chile, Magíster en Filosofía Política por la misma universidad y Doctora en Literatura Hispanoamericana Contemporánea por la Universidad de Playa Ancha, de Valparaíso. En ensayo ha publicado Palabra y pensamiento: diálogos entre literatura y filosofía (Cinosargo, 2014), Amor y política en Agustín de Hipona: una visión crítica (RiL editores, 2018) y Mixturas. Aproximaciones a la narrativa chilena contemporánea: González Vera, Cornejo, Quevedo (RiL editores, en prensa). Algunos de sus relatos han sido incluidos en el Fanzine Letras Públicas (2016), la antología de cuentos Tríplice: narrativas de Chile, Perú, Bolivia y México (Cinosargo, 2017) y en la revista mexicana De-lirio (2020). En 2018 publicó la plaquette Recados (Taller de Letras) y el año siguiente su libro de cuentos Intersecciones (RiL editores).




Recados

Para Emilio


Llueve. En la televisión lo habían anunciado pero, como desde hace muchos años no entiendo las porquerías que aparecen en las noticias, se me olvidó que llovería. Algunas ramas caen de los árboles estrepitosas y otras aparentemente silenciosas. Me detengo a escuchar los silencios porque ya no me queda más que hacer. No distingo los días, ni las noches, menos las tardes. No sé quién viene, quién me habla, quién me da algo o me lo quita. Los días se desatan como una tormenta en mí mientras intento sostenerme de pie. Me duelen. Están torcidos por el peso del cansancio. Todo ha quedado atrás, incluso la piel tersa, los labios carnosos y la vida misma de la que tanto me enorgullecía. Mi vida es una sucesión de escenas que se me olvidan o se agolpan a veces en la mente y no logro distinguirlas. Para mí todos son iguales. Bueno, excepto mi nena y mi nenita chica. A ellas las puedo reconocer siempre. Los otros rostros me parecen difusos. Esto me da risa. Me río porque sé que no hay camino que recorrer y me muevo a donde me dicen que lo haga. Mi hija está cansada y entiendo que me debe repetir las cosas más de cinco veces porque se me olvidan. Ahora las recuerdo. Las recuerdo cuando ya no necesito retenerlas. Quizás esté cansada. Qué le voy a hacer. Nada. No puedo hacer nada porque ya estoy cansado. El aroma a madera me recuerda que no pertenezco aquí, que soy de otro lugar. Extraño mi tierra de antaño. Ya no importa lo que quiera o lo que piense pues nadie me escucha verdaderamente. El otro día intenté explicar que la “Guayacolina” me hacía bien, por eso me lo daban para mi tos. Todos se rieron. Me miraron con cara de pena y de generosa compasión. Sé que es la “Guayacolina” y no otra cosa la que me hace bien pero nadie quiere escucharme. La nena siempre sabía lo que me pasaba y me daba lo que quería. La nena, la Sarita es la más bella mujer que he conocido. La Sarita huele a ajo, a perejil y a esos polvos que las mujeres le echan a las comidas para que queden ricas. Su piel es suavecita. Su piel es la luna de leche que me visita en las noches. Su piel es la arena debajo del mar cuando los pies se me hunden en la San Mateo. Cuando la abrazo sé que ella no me dejará nunca porque somos uno solo como la leche y el mar. Me dijiste que toda la vida estarías conmigo. Así ha sido. ¿O no? Estamos en el día en que a mi memoria se le ocurrió abandonarme. No sé bien qué día es, pero sé que no recuerdo nada. Absolutamente nada. Todos corren dentro y fuera de la casa. Llaman a los vecinos, a los amigos, a los novios, a los amantes, a los desconocidos para que me observen como si fuera un mono de circo. Yo los miro, aunque miro más mi pene. Mi pene es de hule. No puedo controlarlo, no me soporta y yo a él tampoco. Cuando digo que no quiero hacerme pichí en la cama, él con sus movimientos se orina sobre mí, sobre el colchón, sobre mi vida. Su orina es la confirmación de mi separación. Yo no soy yo. Él me controla, el olor nitrogenado de la orina me aprisiona en las sábanas que no puedo mover porque si lo hago el líquido se esparcirá por la casa. Mojará todo. Debajo de mi cama hay una lavadora que suena todo el tiempo. Su motor da directamente a mis orejas y no me deja dormir. El otro día la lavadora se descompuso y derramó líquido en la alfombra. Los estudiantes son diferentes hoy en día. Tienen máquinas para hacer las tareas, incluso para hacer la tarea de copiar. En mis tiempos eso no era así. Nada es igual a cuando yo era alguien. Nada es igual a cuando yo era músculo y corría a dejar a mi hija, a mi hijo, a mis otros hijos y a la infinidad de hijos que mi esposa me dio. Era joven. No tengo pelo. Se me cayó en algún momento y no me di cuenta. Como no me doy cuenta de nada. Pero, algo sé con certeza. Moriré. Moriré con la tos que no se me quita, moriré con el pañal lleno de caca y de pichí, moriré con mis axilas sudorosas y sin olor porque ni siquiera tengo eso, olor. O puede que sí, huelo a bebé. A colonia celeste de bebé. Con esa carita me mirabas cuando eras pequeñita. Cuando aún no abrías los ojos. Tu madre estaba orgullosa y cansada por tenerte. Yo te miraba y no sabía si decirte que te amaba o no decir nada. Preferí quedarme en silencio.

En algún momento de mi propia historia. De estos trozos que se me vienen a la cabeza me di cuenta del cansancio. Del espasmo asqueroso que te provoca la mierda de mi entrepierna. No es mi intención. Cuando eras pequeña te la limpiaba yo. Ves, así de extraña es la vida. Es una rueda de la fortuna. A veces estás bien, otras eres yo en la cama como siameses. Creo que la lavadora se echó a perder. Mojó todo el piso debajo de mi cama. Tú me dices que es mi pichí y yo no te creo porque cuando eras chica siempre mentías. Así que es probable que me estés mintiendo. Lo cierto es que la lavadora se dio vuelta y mojo la cama y el suelo. Por eso suena ese motor. Sé que suena. Entiendo que estés lavando la ropa por mí. Ahí está, otra vez la lavadora.

Mis hijos no han venido a verme. A veces los recuerdo como ahora. Otras veces no me importan. Sé que alguno se casó. Sé que tengo hijos en Argentina. No sé cuántos años tienen. Tengo sobrinos y bisnietos que no veo y no importa recordarlo porque así puedo dejarme espacio para otras cosas. Enalapril. Eso debo tenerlo en mi memoria siempre. Enalapril. Cuando niño vivía en la punta de un cerro, en una casucha sin luz ni agua, en Valparaíso. Luego me fui a Santiago con mi mamá y mis hermanos a buscar trabajo. En Santiago también vivimos en una casucha. Llegó el trabajo. Con mi esposa tuvimos la casa propia para mi suerte también resultó ser una casucha, pero bella. Ojalá mis hijos no repitan mi historia.

Ayer la bruja de mi adorada hija me retó porque me saqué la mugre. Me caí de la cama. Ni supe cuándo fue. Solo oí los gritos y la presión de sus dedos al intentar levantarme. Soy un estorbo. Lo sé. Pero me queda poco tiempo. No siento la respiración y me duele el pecho casi siempre. Cuando muera todos serán más felices. Mi mamá me visita en las noches. Mi esposa también. Me dicen que debo tener paciencia con mi hija porque ella no la tiene conmigo. Me dicen que debo ser bueno porque la bondad de mi hija se le escapa comprando medicamentos, trabajando, estudiando, levantándome cuando me caigo, bañándome. Está cansada. Yo también estoy cansado de no servir para nada. Una vez más la oscuridad. Siento que alguien se me acerca. Me cuesta reconocerla, pero ahora sé quién es. Es mi nena grande. Quiere que le muestre mi globo gigante. Quiere que me vaya con ella. Le explico que no puedo porque si lo hago mi hija quedará sola. Y es demasiada mecha corta para quedar sola. Se moriría si no tiene con quien pelear o a quien mandar, por eso no puedo hacerlo. Mi esposa bailaba bien. Tuve un hijo que también lo hacía bien. Yo me sentaba junto a ella para verlos bailar. Eran pequeños y se movían como pirinolas mientras nosotros aplaudíamos su espectáculo. Luego uno de ellos se nos murió. Era mi brazo derecho. Porque era mi brazo derecho. Él era mi brazo derecho. No quiero tomar agua. Me explicas que otra vez estoy llorando y que no quieres que lo haga porque me hace mal y me altera y me puede subir la presión. Me dices que las cosas están bien y que somos felices. Pero no, dejamos de ser felices cuando se murió tu hermano y tu madre y nos quedamos solos tratando de sobrellevar una vida miserable imaginando que podíamos estar unidos. Yo solo estoy unido a mi colchón o a la silla de ruedas. Sigo llorando y tú me das más agua. Y es tan terrible porque llevo como cinco minutos haciendo pichí en el pañal que ya no da más y me da mucha pena decirte que me lo cambies. Ya ni me acuerdo pero sé que me cambiaste hace muy poco. Cuando tenga plata y me paguen del INP cómprame por favor pañales y cremitas. Y un chocolate.

Mi vida es así. Voy implorando que se acabe luego. Soy un viejo feliz. En la televisión están dando el programa de la Jueza. Es muy malo. Siempre pelean por lo mismo. Me aburre. Estás siempre cansada y trabajas mucho. Deberías salir de vacaciones o nunca entrar a trabajar. Te ríes. Ahora sé que ha sido un buen día para ti. Quiero salir a tomar aire. Me dices que eso está bien, que es bueno que quiera salir de esa cama que me tiene postrado. Me afirmo como puedo. Me afirmo como araña en las paredes y en las puertas para no caerme porque la cadera me pesa mucho. Aunque no sé si es la cadera o el pañal con pichí que otra vez está al borde. Me voy acercando a la ventana para mirar el mar. Me voy arrastrando mi historia con olor a talco y óxido de Zinc para alcanzar la ventana y afirmarme como araña otra vez y mirar el mar que hoy se ve tranquilito. Debo verlo para no extrañarlo cuando me muera.

Tu marido me hace reír. Leonel es un buen hombre. Se nota que te quiere. Qué bueno que alguien te quiera, hija, porque con tu carácter, ay mamá. Me pones unos tanguitos y te explico que la Edith Piaf es una gran cantante y es francesa. Que Carlos Gardel se murió en un avión cuando se iba de gira. Yo lo escuché por la radio, parece. Fue triste, triste, mijita. A todos nos gustaba cómo cantaba el gorrión. Fue una verdadera lástima. Pero así es la vida. Ya, ya, papá a tomar el remedio y a acostarse. Hasta ahí no más llegó mi historia. Todos están durmiendo, menos yo, otra vez. Creo que ya todos están cansados de mis historias y de mis repeticiones innecesarias. Lo que no entienden es que si no lo repito no lo recuerdo y ya no puedo seguir la conversación. Hoy me levanté sintiendo olor a mar. Qué rico es el olor a mar. Es un olor muy fuerte. También sentí olor a mariscos. Ese día Leonel preparó pescado. El olor a mar me recuerda que quiero verlo. Que soy porteño. Que nací el 17 de octubre de 1936 en El Almendral. Pero ahora ya no hay nada del puerto ni del Almendral. Ya ni sé dónde queda El Almendral. Todo es distinto. Hay mucha luz y poco descanso. Hasta el color del faro es diferente. Cuando siento el olorcito del mar me dan ganas de volver a ser cabro chico y con el Guatón, mi hermano, hacer puras leseras de cabros maluendas no más. Me dan ganas de correr mientras los carabineros me tratan de pillar porque le robé la cartera a una señora cuando tenía como siete años. El Guatón corría atrás conmigo porque la grasa no lo dejaba avanzar. Corrimos tanto que pensamos que no nos habían pillado. Pero fallamos. Ahí no más nos pescaron a los dos y nos llevaron donde mi mamá. Todavía, después de ochenta años, recuerdo los varillazos que nos pegaron con el coligue castigador. Pero no éramos delincuentes, solo éramos niños. Con mi hermano queríamos comprar unas golosinas que vendían en la Avenida Argentina a unos cuantos centavos. Eran otros tiempos. La gente era más respetuosa y los jóvenes no se pintaban el pelo como lo hacen ahora. Sigo mirando por la ventana, mientras me das una manzana picada. Me siento feliz contemplando el mar, sintiéndolo. Ojalá me llevaran hacia él para poder tocarlo. Estoy seguro que entre tanto cambio, el mar seguiría igual que antes. Me llevaría, claro, mi Enalapril para que no me pasara nada. Aunque quizás lo deje aquí mejor, para ver si me pasa algo. Lo voy a pensar.

Llueve. Veo por la ventana si viene el auto. La cama es áspera. El colchón es duro. Me siento ciego. Me duelen las manos y las piernas. El espacio donde me encuentro ya no es el mismo. Muchos ojos me miran cuando despierto o cuando me acuesto. No me levantan y yo no me levanto. No me bañan todos los días y tampoco quiero bañarme. No sé si me cambian pañales, o si los llevo pegados a mis nalgas. Por lo menos, me tratan con delicadeza. Las caras arrugadas de los otros ancianos me dan miedo. Siempre me están mirando. Algunos son amables y los otros, un asco de personas. Algunas abuelitas son amorosas y me dan de las galletitas que les llevan sus hijos. Otros, no me dan nada. A mí Leonel me visita y me lleva pasteles. Yo no le doy a nadie. Bueno, solo a los que me convidan comida. Hoy quizás no venga. Hace frío y está lloviendo fuerte. Ya no me acuerdo mucho de tu cara adulta. Me acuerdo de tu llanto y de tu caminar. De la comida del día domingo. De las palabras de mi mamá y de mi hermana que siempre me llaman. Aunque la gente no lo cree porque dicen que ya se murieron. Yo creo que son todos unos sordos. Tampoco me creen que el otro día viniste con Leonel a visitarme. De mis otros hijos no sé nada. Las personas de aquí piensan que estoy loco, hija. Dicen que te moriste también. Eso me da más pena. No entiendo su crueldad conmigo. Me gustan los dulces que me mandas. Mándame más. Otra vez. Nuevamente me dicen que estoy loco. Yo les respondo lo mismo que siempre he dicho: no estoy loco, soy viejo.


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