Por Ricardo Herrera Alarcón
Manuel Oliva (Angol, 1992). Reside actualmente en Temuco. Es antropólogo (Universidad Católica de Temuco) y docente de la misma disciplina (Universidad Santo Tomás). Formó parte del colectivo literario Ruda, de la ciudad de Temuco. Desde el año 2012 tiene un blog en el que publica algunos de sus escritos. Recientemente ha publicado su primer poemario, Rutas interiores, con la editorial Tortuga Samurái.
—Manuel, acabas de publicar tu primer libro Rutas interiores. Cuéntanos de qué trata y cuáles son las preocupaciones estéticas allí presentes.
—El libro Rutas interiores reúne mis poemas escritos durante los últimos años. Tal como indica su nombre allí nos encontramos con distintos caminos y formas de habitar la vida, en los entornos que nos imaginamos, sentimos y palpamos. En medio de mi estadía, y sobre todo también de mis idas y venidas, entre Angol y Temuco, las dos ciudades que me han albergado y me han enseñado a ser persona. También de otros pueblitos pequeños, donde por trabajo o amor, estuve yendo y viniendo, nunca igual que como me fui. Harta bruma, ruidos, luces opacas y también esperanza. Abundancia del bosque, soniditos de animales, humedad, y gente, gente que habla, que escucha, que siente. Iba en bicicleta, a pie o arriba de la micro, escribiendo o pensando, masticando lo que había leído días antes. Lo que pasaba en las marchas, en los bares, en la calle, cuando podíamos socializar y contar nuestros miedos, nuestras alegrías. No tras las luces de la pantalla, sino de los postes o de los hogares, o de los ojos, que a veces cristalinos o en llamas, nos dieron abrigo.
En Rutas interiores se escribe a momentos un relato colectivo, y otras, algo meramente personal, con rabia, con miedo, con magia, entusiasmo. Porque no todos los días son iguales, y uno no se siente igual todos los días. A veces es solo titubeo, duda e intentos. Otras veces el amor o una certeza te ilumina todo el bosque. Entonces escribes de la posibilidad, de adentro hacia afuera, y empiezas a tender un puente. Entre mi lugar y el de otro, que siempre me lo imaginé tan frágil y fuerte, como la gente que he conocido. Entonces escribes de eso, o también del fracaso, cuando chocas con las murallas que se estructuran en la realidad. En tu realidad.
Hay gente que me ha hablado sobre la parte del fracaso, o el sufrimiento que toca el libro. Y no hay problema con esto, siento que eso está presente en el libro, porque está en nuestras vidas. Vivimos una época de mucha incertidumbre y precarización laboral. No hay como sentirnos tranquilos o compuestos todo el tiempo. Claro que hay pena, pero una pena descubierta, al menos así se me presenta, o en eso creí, en esas heridas luminosas que eran una oportunidad para ser crisálida. Y ese momento de autoconocimiento es todo, cuando llega el tiempo, uno cree que puede salir aleteando. Por eso en el libro sueño harto con las mariposas. Pero detrás hay una lucha. Y eso puede ser por mi familia y la gente que me crio. Nunca supe de fracaso en ellos. Siempre me mostraron los frutos que traía el sacrificio, y quizás no es el mejor concepto, pero sí lo que hay detrás, la fuerza, la decisión, de pelear por las verdaderas cosas. Las primeras, las que a veces se nos olvidan, porque nos hemos vuelto unos pretenciosos y nos tragamos cualquier cosa azucarada.
De eso creo que habla este libro. Un libro que en muchos sentidos explora lugares y emociones comunes, y que por lo mismo tiene intenciones sencillas. En realidad agradezco poder estar hablando de sus significados y sus intenciones, y no de lo que pudo ser, porque sin la amistad y la palabra de mis amigas, este canto se me queda adentro, o muy disperso.
—Eres antropólogo de profesión. Más allá de la existencia de una corriente teórica y literaria que intenta unir ambas disciplinas (antropología poética), quiero saber cómo se da en tu poesía este maridaje, si es que se da o tiendes a vincular ambas experiencias.
—Hubo un momento en el que esta era una preocupación. Sentía que mi poesía a momentos estaba revelando demasiado este vínculo con la antropología y que, en cierta medida, ya no podía distinguir qué era etnografía o qué era un poema. Probablemente pensaba que existe una poesía pura, donde quien escribe es un ser puro, que no es barrendero, ni profesor, es decir, una poesía que no estaba contaminada de las prácticas y saberes de un oficio. Prácticos, teóricos, anecdóticos o sutilezas. Preocupación que también me surgía por las etiquetas, ¿en qué lugar caigo? ¿con el mundo de la poesía o la antropología? ¿soy más poeta o más antropólogo? Todos cuestionamientos que ahora me parecen falsos y conservadores.
Por ahí, el tiempo hizo el suyo, y ya dejó de ser algo que me tensara, entonces ahora escribo de los obreros que construyen frente a mi departamento y digo que son personas de mezclilla y overol, y luego pienso en sus sueños metálicos, azules como los destellos de la sierra, y escribo sobre sus ojos y el charco donde se refleja su piel consumida. Entonces ahí pienso que la antropología me ayudó a darle carne a los poemas, a entregarle sentido de pertinencia y pertenencia, que no son otra cosa que intenciones de mi escritura. Una propuesta de cómo presentar la realidad que vivo o sueño. Palabras que cuando hablan de la gente humilde, caen con delicadeza y respeto, cuando habla de quienes nos niegan, lo hace con rabia y fuerza.
Quizás tal como lo hace una bióloga, o una profesora de lenguaje, que entiende las particularidades de las plantas o de las palabras, ser antropólogo me significa estar más atento en los sentidos y significados que circulan entre las personas y los lugares. Así habla mi poema, y así habla también mi etnografía. Sin embargo, son artefactos totalmente distintos, en términos de estructura y dimensión, hay formas que me gustan en el poema, pero que en la etnografía me parecen sin sentido. Por lo cual yo escribo poemas en mi cuaderno de poesía, y que luego publico en mis redes, y escribo etnografías desde mis cuadernos de campo, que luego terminan en estudios donde participo. En realidad, solo quien me lee podría dar cuenta de este maridaje; que escribo poemas situados, y etnografías llenas de amor.
El intento ahora es que en la poesía, que es el lugar que más me importa cuidar, surja llana y repleta de vitalidad. Mi intención no es aburrir con susceptibilidades ni usar otro concepto de moda, ni menos llenarme de reflexiones que no son pregunta para nadie. Quiero escribir de la gente que va temprano al trabajo, del humo de los cigarrillos y el frío que traspasa el polar y los guantes. Del amor que puedo ver en los amigos, pequeños y grandes. De mi madre, de mi calle, de mis hermanas, de la vida que cambia. Tengo tanto por escribir, y el sur tiene tanto que darnos todavía. Pero para eso hay que conocerlo, y para eso me sirve la antropología, para entrar con respeto y salir distinto.
—¿Qué autores, películas, músicos, etc., te influenciaron o consideras importantes para la escritura de Rutas Interiores?
—Hace un tiempo volví a leer los poemas del libro. Allí note que es un libro repleto de referencias al mundo del arte. De la música, el cine y la poesía. De hecho pensé que sería bueno hacer un concurso sobre todas las referencias al hip hop que tiene el poemario. En varios de ellos aparecen ideas o sensaciones que me quedaban luego de escuchar discos enteros. En especial, los de Kendrick Lamar, J. Cole, Kase O, Canserbero, Matiah Chinaski y Mantoi. Son casi amigos que uno tiene, los escuchas en distintos momentos, y terminas hallándole la razón, porque tienen ese destello de justicia, que uno también busca. A pesar de que ninguno viva en el Wallmapu, y por ahí va el rapeo de uno. Hay poemas donde parece que estoy rapeando o cantándole a la vida y los problemas. En ese sentido, siento que la influencia del hip hop, que es grande, pasa también por una cuestión de actitud frente al mundo. Una actitud llena de sentimiento y fuerza. No importa lo que pase, estamos hechos para darlo todo.
En el caso de otros estilos musicales, también aparece el indie, el jazz y el rock. Medio Hermano, Spinetta, Chet Baker y Radiohead, son las antesalas de varios poemas, son el aura que se impregna en el paisaje, que destila las emociones. Y me gusta que eso ocurra de manera casi invisible, otras veces más explícitas, porque la música es tan parte de la vida, nos ayuda a sobrellevar la rutina del trabajo y las crisis, que son tantas, y que a la vez necesitan de una melodía y de un silencio. Por otra parte, también encontramos la música popular de raigambre campesina, de la cual me siento totalmente conectado en la escritura, allí: Quelentaro, Víctor Jara y Violeta Parra, braman entre mis poemas.
También se encuentra el mundo cine. Todo lo que uno ha visto. Hay películas como Mala Leche, Machuca, o los documentales de Patricio Guzmán, que son bellísimos y dolorosos como la vida en Chile. Eso circula en mis poemas, en las formas como relato, las imágenes que se articulan y el aire que las despliega. El cine chileno es un espacio que nutre la creación, porque recrea la realidad que vivimos.
Por último, los autores, las poetas, los poetas. Esa gente está muy presente en el libro. Quizás voy a decir lo que cualquier poeta de mi edad diría: Roberto Bolaño, Alejandra Pizarnik, Jorge Teillier, Gabriela Mistral. Son estandartes en la poesía. Me enseñan y me siguen haciendo reflexionar. Aunque me falta todo un mundo, sobre todo de conocer la poesía de las mujeres, con las cuales sigo estando en deuda. Más que todo porque mi amor por la lectura llegó tarde, y lo que empecé a leer siempre fue condicionado por la literatura obligatoria, que como bien sabemos posee un sesgo patriarcal.
Viví mi infancia y adolescencia como cualquier otro que viene de una familia que se le negó la cultura de los libros y del arte en general. Por allí es que siento que mis referencias al mundo del arte son más bien un tributo, creo mucho en ese gesto de tomar el hilo para seguir construyendo.
—¿Qué no debería hacer un poeta hoy en día? ¿A qué debería entregarse sin pensarlo dos veces?
—Una pregunta compleja de responder, pero si algo uno puede aconsejar es el tema de afrontar el miedo y la vergüenza. Pienso en tantas personas que han intentado conocer sus áreas creativas y luego, rápidamente, la abandonan. Y con ello se apagan. Casi siempre es por la maldita inseguridad, de no saber si somos buenos o aptos para realizarlo. Hay un montón de preceptos de lo que son las artes, hay sesgos de clase, de género y raza, muy fuertes, que son finalmente las ideas que luego nos boicotean. Y aquí también entra el cuerpo, el color de piel, la voz y los cánones que se establecen sobre lo apreciado, uno se pregunta ¿es mi cuerpo apto para ser mirado? ¿mi rostro, mi voz para ser escuchada? A veces ser pobre implica una doble vergüenza, o sea, ser la poeta de la familia, o la bailarina, es una lucha contra ese manto gris y conservador que no danza ni chapotea entre los sentimientos. Nadie allí mostró sus fragilidades a ese punto, y probablemente la mayoría de los oficios fueron pesados, desde la construcción hasta el trabajo doméstico. Entonces, si tengo que decir algo sobre qué no hacer, lo único que se me ocurre es un pensamiento liberador: no dejarse caer ante el miedo y buscar combatir colectivamente la idea de que no podemos. Sacar belleza de la vida que tuvimos o que tenemos para mí es la mayor virtud.
Ahora, siguiendo con lo mismo, pienso que esto es un proceso que requiere tiempo. Y quien se lance en su búsqueda encontrará sus propias dificultades y caminos de piedras. Por ende, también sus estrategias para enfrentar estas situaciones. Lo peor sería quedarnos inmóviles, dejando que la vida nos pase por encima. Desde ahí surge una hermosa creación, lo entiendo como autodeterminar la vida, y quizás ahí existe algo muy importante que aprender de nuestras familias. Por ejemplo, mis antepasados fueron gente humilde del campo, del trigo y las flores, que luego migró a la ciudad buscando mejores condiciones de vida. En la adolescencia mi mamá fue trabajadora doméstica y mi papá vendía maní tostado en los cines de Angol. Son gente que se lanzó por lo suyo, en manada, agarrando lo que tenían a su alrededor, y lo consiguieron. Entonces, por ahí yo veo un camino, totalmente posible de transformar. La huella húmeda de la gente que nos circula, importante para ver las sombras, pero también para reconocer ese lazo que nos conecta. Ayer afrontamos las adversidades, hoy también, eso me digo.
Atreverse, como dice mi amigo Romero, reinventar la vida, hasta el último respiro. Por ahí va mi desafío personal, y a lo que me entrego sin pensarlo dos veces. Aunque me dé vergüenza, mover mi cuerpo, recitar o cantar entre la gente. Ya no me lo cuestiono tanto, porque sin eso estaría súper perdido. Y al final eso es lo importante, saber qué es lo que te hace sentir bien, a partir de lo que uno construye cotidianamente con otros y consigo mismo. Soltar el control, siempre me lo repito, casi como un mantra. Lanzarse, soltar la mano y la vida. Así es como se vuelve a la casa propia. El movimiento trae una quietud inesperada y la creación es una llama que calienta el cuerpo.
Para leer algunos de sus poemas, entra acá: https://revistaelipsis.org/2021/05/18/rutas-interiores-de-manuel-oliva/
lo que quería decir es que quisiera saber si se ha reinventado ya o todavía no
es que puse uno, pero no puedo borrarlo
cómo se puede borrar un comentario?
hola, quisiera saber