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Ricardo Herrera Alarcón

Aprender el mundo desde los sentidos

O una poesía de la amenaza estacional, del olfato situado

[Presentación de La casa que espera, de Carolina Quijón]


Por Ricardo Herrera Alarcón


“ya me mandé a cambiar y dejé a unos cuantos hablando solos,

aquí cada cual mata su piojo,

no reivindico a nadie,

no vengo a pedir favores” (Carolina Quijón)


Se ha repetido bastante que la poesía es una expresión literaria que debe mostrar la realidad oculta, aquello que se esconde de nuestras percepciones que auscultan el mundo desde el desgaste de lo cotidiano. El yo como un monte Aconcagua. El yo como un iceberg sumergido en el agua del tedio. Y, como todo lo que se repite demasiado, es, al menos, un juicio de dudosa veracidad. Sucede que se ha repetido también que la poesía es personal y que no es personal, que es confesional y no lo es porque es objetiva, que es reflexión sobre sí misma y qué aburrimiento que sea reflexión sobre sí misma, seguro que ese poeta no tiene nada que decir, la poesía es expresión del subconsciente y la poesía es expresión y reflejo de un contexto determinado. Ahondando en estas contradicciones, me pregunto si la poesía de los lares no es situada, o la poesía situada, exteriorismo, o la poesía estacional del haikú no es objetivismo, o la poesía política no es nostalgia pura y documental, o la poesía tribal urbana que se ha escrito en el sur y la capital no es un módem que capta las claves (y las sincroniza) de ciertas hablas, una especie de criollismo punk o lumpen. No es extraño darse cuenta como el lenguaje de cierta neovanguardia de los 80 está en esos informes siquiátricos que reproducen monólogos o diálogos de los enfermos. El poema como una ficha clínica. Me pregunto, finalmente, si debería preocuparnos o no si los poetas bajaron del olimpo o deben volver a subir. O envejecer en el campamento base, absolutamente solos a merced de la nieve y el viento.

La poeta y el libro que hoy nos convoca, La casa que espera, de Carolina Quijón, es una muestra de la manera en que un trabajador o trabajadora de la palabra, asume con seriedad la dificultad y los riesgos que este oficio implica. A ratos objetiva, a ratos confesional, escasamente romántica, fotográfica siempre, nostálgica nunca, bajo un aparente trazo y uniformidad en el tono, la poesía aquí desplegada apuesta a salir de sí misma y volver. Las definiciones sobre el fenómeno lírico esbozadas en un inicio se despliegan en este libro de manera natural y no excluyente. Algo que está siempre haciéndose oír es la intranquilidad, la amenaza de que el allá afuera constituye un peligro. En qué consiste esta amenaza? Se puede leer un libro desde la amenaza?

Veamos. La hablante de La casa que espera es un flâneur, una flâneuse, que camina la ciudad y va desentrañando sus pistas y recovecos, siempre en sintonía con su escritura. Se sirve de la ciudad y con ella construye su universo: a ratos rabiosa contra el tiempo y el fracaso, siempre sensual, no necesita imaginar nada, pues lo que sucede está ahí, afuera: “el verde con todas las variaciones creadas”. La poesía es una manera de ir al encuentro de aquellos tonos que aún no mueren en la crudeza absoluta. Y también al encuentro de la crudeza, de lo que se transforma o lo que el ser humano transforma a fuerza de estupidez. Lo que tiene la poesía de La casa que espera es esa crudeza en el decir, ese ahondar en los matices. Esta capacidad no se reduce solo a la mirada, sino también a los otros sentidos, en particular el olfato. El tiempo recobrado en La casa que espera no quiere idealizar y se nutre de figuras opresivas, de carencias, de una mirada nada autocomplaciente con el yo: no hay espacios, casi, para el ego. Me pregunto si se puede leer este libro desde el olfato. Intentemos.

Esta hablante anda y camina, huele el olor de los ajíes, “a bestia insolente” del cuerpo, de los cuerpos,” fragancias prohibidas” o “fragancias de verdes campos que no conozco”, que no conoce, “el viejo aroma de textura granulada/cargada de vicios encantados”. Y qué más? También inciensos. “me asaltan colores, / aromas”, dice en el poema “Se permuta”. Y más tarde: “La fragancia exquisita de los cordiales boldos”. O en “Ya me tienen chata”: “Puedo oler la urgencia / veo de reojo los abrazos contenidos”.

Son los olores también una amenaza? Me pregunto ahora, son una amenaza esos “cadáveres malolientes”? Son signos de amenaza y confusión?

En el poema “La dilatación del tiempo” nos conmina a “Elevarse para alcanzar a exhalar el olfato / que atrapa en un extenso segundo la partícula imperceptible / que concientiza la estrecha verdad / que otorga el goce”. Sensualidad del olfato. Goce y confusión. Así lo expresa en “Los olores”:


Los olores de mi humanidad

invaden esta casa ajena,

se presentan de improviso,

me asustan tras las puertas,

los sorprendo corriendo cortinas

con la cara limpia por las mañanas

(…)

Los olores están comenzando a confundirme


Esa confusión tiene que ver con la manera en que Carolina se acerca a sus fuentes, su materia prima. Se nutre tanto de sí misma como del entorno, y del entorno más que de los libros. O por lo menos no los cita. Intentando definir su búsqueda me encontré con estas palabras de mi amigo Sergio Spoerer, usadas en otro contexto, pero que parecen escritas para caracterizar la poesía de La casa que espera: “Más que una estética de la luz, una estética de la cercanía, del contacto, del gusto, del aroma. Más que una mística de la naturaleza, una poética de la existencia, del devenir cotidiano”.

Leo el libro nuevamente y nuevamente me aparece la amenaza: del tiempo, del cuerpo del otro, de las propias decisiones, del fracaso, del futuro, de la figura del doble, del uno mismo como antagonista. Leo el poema “16”, uno de mis textos preferidos, uno de los textos que me reflejan. Allí veo quizás la síntesis de todo. En cada libro hay un poema que representa un resumen de su concepto de aldea, de cuerpo, la matriz de donde parte y hacia donde vuelve el libro en su conjunto. Hacia allá confluyen el resto de las palabras y desde allí se disparan hacia todos los sentidos. En “16” el futuro deja de serlo y es una presencia inquietante, una mancha en el muro a la que no hemos prestado atención. Obcecación y porfía son las señales de neón en la carretera donde Carolina va manejando de noche buscando un hotel de paso. La idea del daño como un sino ineludible: Quien fue dañado lleva consigo ese daño/ como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar/ sobre aquel que se acerca demasiado”, dice la poeta argentina Claudia Masin. Ese deseo de curar y ser curados es la base de este poema y es quizás la base de todo este libro. El final es decidor: “Llevo la carga de las heridas causadas. / Debe ser esa la razón/ del aguante / del ninguneo frecuente/ del contacto preciso / de la dependencia subyugada / del camino a la fuerza”.

Si algo caracteriza la poesía de Carolina es que se ha fundado sobre la duda y un erotismo nada velado y sin culpa, que se extiende a la realidad toda, un erotismo panteísta despojado de dios, donde el daño se intenta redimir a través de la sensualidad y el goce. Es un libro que también puede ser estudiado a través de sus genealogías, de la simbología del cuerpo, de las relaciones de género. La palabra amor casi no aparece en estos poemas. Las certezas se encuentran en los elementos de la naturaleza, los árboles, en las cosas. El arraigo es al territorio, más que a las personas. El arraigo se encuentra en el viento, en la ciudad andada, en las puertas abiertas de una casa donde no pueda entrar la noche, la mentira.

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