Por Jorge Polanco
Parto por el final. Sigo la orientación de Ofrendas al viento y su óxido, de Felipe Moncada (Editorial Aparte, Arica, 2022, 208 páginas).
Esta es la tercera vez que escribo sobre los libros de Felipe. La segunda fue la presentación de Territorios invisibles, creo que el 2016, en el Centex de Valparaíso, cuando me venía a vivir a Valdivia. La primera fue en una reseña sobre Carta de navegación, el 2007.
Un largo periplo de años, que comienza cuando nos conocimos en una premiación de poesía el 2001, si no me equivoco, donde éramos los únicos provincianos. En ese tiempo, Felipe andaba con Pamela Román y sus amigos físicos con un ejemplar de La piedra de la locura. Aventurera revista hecha a pulso y ñeque donde el humor, la visualidad y los relatos desopilantes aireaban la idea deprimente que se tenía —desde el centro— sobre la provincia. Lo digo porque la revista alcanzó 9 números, donde en gran parte escribimos poetas provincianos.
En el arco de estos años, se muestra en Felipe una constancia: la poesía como fecundidad en la que afloran sus necesidades de expresión y vitalidad (por ejemplo, la expansión hacia la música en el grupo Trumao, la mirada científica, la autonomía editorial, la amistad). Esta selección, antología o playlist —no sé exactamente la diferencia— muestra la persistencia en la escritura como un modo de vida. A la manera del poema 48 de La ciudad, de Gonzalo Millán, el actual libro desanda los años comenzando desde el presente hacia atrás. Aunque quizás en poesía uno no podría indicar qué es lo presente o lo pasado.
¿Qué es lo que queda atrás o adelante en las pasiones, búsquedas y experimentaciones? El río invierte el curso de su corriente.
Algo así sucede al leer Ofrendas al viento y su óxido. El orden de esta selección, muy bien lograda por Lucas Costa, hace notar los nudos de las observaciones de Felipe. Resalto la observación porque este poeta pareciera albergar una mirada de explorador: se detiene en el detalle, en los objetos, en los elementos, en el asombro cotidiano y en cierta búsqueda de precisión natural. Lo mencionábamos recientemente en un podcast que hacemos con unos amigos: sigue el ángulo del caminante a ras de suelo, sin drones, donde parecieran exhibirse las contradicciones de la sociedad actual. Su desconfianza del progreso se contrapone a la integración en la naturaleza. Felipe combina estos registros: lo sublime de las dimensiones glaciares, astronómicas o terrestres, junto con la ubicación del ser humano en el hábitat de las formas de vida. Lo pequeño y lo enorme confluyen así en la mirada poética.
Óxido: esta palabra queda dando vueltas a través del libro. Pareciera que las enumeraciones fueran una especie de imán de los cachureos de Felipe por la sociedad postindustrializada; es decir, en la etapa neoliberal. No deja de llamar la atención que el poeta haya nacido en 1973, y su crecimiento haya estado involuntariamente ligado a esta época de destrucción de Chile. El óxido sería algo así como el elemento que corroe los materiales y desperdicios, pero también indicaría una voluntad que puja en la naturaleza —como en las películas de Herzog— sobrepasando a los individuos. Puntos de encuentro que se verían en su poesía entre un paisaje apocalíptico de los desechos humanos, y vueltos a emerger como potencia —a través de la destrucción— gracias a la experiencia paciente de artesanos y astrónomos que hacen de sus oficios una correspondencia más acorde con la ubicación de los humanos ante lo vivo. Quizás por ello en sus primeros poemas asomen poetas y pensadores chinos, y en los últimos, imágenes de montañas o nativos (grillos, polillas, zorros, gallos, truchas, etc.). Voluntad y ternura. Ritmos de vida del cuidado y la consonancia entre seres vivos.
¿Un poeta posthumanista antes de que en Chile comenzara a utilizarse este término? Migraciones, percepciones y diversidad, palabras que asoman con los paisajes de su poesía, sugiriendo otros modos de residir en la tierra. A veces da la impresión de que Felipe fuera un presocrático, esos primeros pensadores de la Physis, donde germina lo viviente. O un explorador como Darwin o Humboldt —esta última alusión me la señaló David Bustos—, que gracias a la observación descubre en sus viajes lo desconocido. Pero, además, es un escritor como aquellos dibujantes, científicos y artistas, todo a la vez, que hicieron de la poesía una experiencia de integración de procesos, opuesta a la sociedad de la especialización. Me interesa esta trayectoria de Felipe: cómo la escritura poética conforma una inversión de la corriente; el poema como aquella instancia donde algo brota para que emerjan otros procesos de expresión, y permita a su vez que se reúnan formas nuevas. Felipe poeta, músico, físico, editor, montañista, dibujante, y todo lo que pueda aparecer en el futuro, que resquebraja las parcelas y las apropiaciones del saber. Y la poesía como hábitat de estas gravitaciones.
Vuelvo a la antología, si es que nos hemos ido.
Por medio del poema, las palabras se despercuden del óxido. “Un poema, una palabra, / sirven de vez en cuando / para tocar la mano del otro / cuando creíste no volver a verlo, / oír el grillo de la casa materna / en el aroma de los pastizales, / ya sordo, / con el olfato maltratado por la noche” (dice el poema “Utilidad”). El lenguaje, la sintaxis y los nombres, empleados por Felipe muestran que la poesía pareciera ser el soplo que abre un surco de agua con los términos de la naturaleza, las expresiones provincianas y rurales, algunas en desuso en las ciudades metropolitanas, pero todavía en ejercicio en zonas como el Maule, el Aconcagua, o más al sur. Incluso también aquellas empleadas en algunas ciudades y sus salones.
Imaginemos: podríamos poner un GPS a las palabras que incorpora Felipe y localizar el radio territorial de sus usos.
Con todo, creo que su ciclo vital no se adecúa con gusto a la ciudad. Cuando entra en ella, su poesía se vuelve más bien irónica y agreste. Ve el consumo, la desorientación social y política, el entorno sardónico, desolado y hasta absurdo. Hay una especie de sensación de inutilidad. Por ejemplo, en “Cine de alta velocidad”, se comparan dos tipos de imágenes entre las horripilantes películas llenas de muerte y héroes al interior de los buses, y los cantos de loicas o paseos de tiuques por basurales y fábricas.
“Nativos”, palabra quizá antitética en su poesía; una mirada en la naturaleza a la que se intenta evocar con una resonancia prístina, despojada de las pretensiones de la cultura. En este aspecto asoma la faceta naturalista de Felipe, su temple de físico, que busca imágenes que desean desmontar la pátina del campo cultural. Brota en su escritura una especie de sorna y agotamiento del espacio literario. La poesía sería, por el contrario, una vibración entre la realidad y la ensoñación.
Es sugerente, en este sentido, que Felipe sea cercano a un mundo que se hila con la experiencia de otras tradiciones, como la artesanía y los conocimientos preindustriales (la poesía de Alejandro Lavín o de Chiri Moyano, por ejemplo). La sociedad de los aparatos espectaculares provocan en su escritura un juego de distanciamiento donde la cultura se ve próxima a una modulación de la barbarie.
El efecto de la lectura a contracorriente de este libro da cuenta de un arco. Se aprecia en sus primeros poemas una espiral con los últimos: pasa por la ironía sobre el capitalismo, la vida de las ciudades, los objetos de consumo, las heridas amorosas, para volver a los nombres de pájaros, flores, árboles, la artesanía y la ruralidad. La poesía es la fuente de este río que se abre a la observación.
Con los años, percibo que su escritura se vuelve más concreta, objetual y etnográfica —aunque despojada del sujeto—, sin abandonar esos quiebres de sentido tan propios de sus metáforas. Pareciera que Felipe buscara nombrar —como señalé hace quince años, jugando con una frase de Marguerite Yourcenar— fenómenos a los que le falta palabra; “esa constelación aún no designada por los astrónomos (…) a la cual habría de dar un día el más querido de los nombres”. O tal como nos conocimos, en una banca donde un joven poeta provinciano duerme en la plaza invitado por su amigo, despertando junto a pájaros que le picotean el brazo y la nariz en medio de una ciudad desconocida.
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